jueves, 5 de abril de 2012

Los comienzos son tiempos delicados



"... No es una fotografía de la realidad: es una fotografía de una fotografía de la realidad" (Stanley Kubrick)

I

En cuanto escampó la tormenta:
-- "Tenía que arreglar aquello. ¿Vienes al Huertón, Rosina?, ¿vamos las dos?, ¿sí? Pues ponte las botas, corre..."
Llevaba toda la tarde encerrada por la lluvia: no hacía falta que me lo preguntaran dos veces. Los tirabuzones en la boca, escalera arriba; las botas de goma rojas, brillantes; el claqueo de los escalones de madera, bajando atropellada.
-- "¿Ya estás? Qué rapidez, si fuera siempre así... Hala, pues vamos."
Agarré la mano nudosa de la abuela y salimos de la casa. El sol asomaba con fuerza entre el cielo añíl. El delantal de ella con el estampado fundido, mal cerrado, se me metía en la cara, pero qué me iba a importar, todo lo contrario: íbamos al Huertón.

El Huertón era un solar que estaba justo detrás de la casa. Como terreno, de lado hacía casi el doble que el que nosotros teníamos, y eso que el nuestro era de los más-que-medianos (entre casa, cuadra, panera, etc). En otros tiempos, debió de haber alguna construcción, una casa, un almacén, algo, por los azulejos que afloraban aquí y allí, digo, en medio del prado. Yo les ponía caracoles sobre la superficie lisa, para que soltasen el rastro brillante, que "hicieran dibujos" como les susurraba, y ese día era de tormenta, además, habría montones...
La abuela iba cada poco. Le gustaba el Huertón -se estaba bien, tranquila- y además le sacaba beneficio a un rincón que había plantado, pequeñísimo: cuatro lechugas, patata, alguna berza, lo normal. El nombre del "Huertón" se lo puso ella, por lo que me dijo Madre, así con sorna, y acabó por nombrar a toda la finca, al menos en familia, entre nosotros. Si mi abuela tenía o no los derechos de propiedad, eso no lo sé, tampoco es que me preocupara; a los cinco años, estas cosas son bien fáciles, ni papeles ni nada: el solar estaba "abandonado", era enorme y allí plantaba mi abuela... ergo era de mi abuela. Nadie se quejó nunca y en los pueblos ya se sabe, así que...
-- "Hala, juega un poquitín a tu aire, Rosina, ¿qué vas a hacer aquí conmigo, si voy a tardar?"

Había muchos caracoles. El sol reflejaba los rastros secos, sí. Eran fosforescentes. Hasta el blanco del azulejo dolía a la vista.

Hice un ramo con margaritas. Las cogí con cuidado (no más de cinco o seis, porque las quería sueltas, vistosas) y se las llevé a la abuela; le pedí el ramo, el ramo, el ramo: paró la faena -sudaba-, las manos gruesas se quitaron la tierra -negra como la borra del café- y con un tallito anudaron el haz, trabajosamente. Prometí cuidarlo, llevárselo tal cual a Madre.

II

El Huertón compartía pared lindera con nuestra casa. Me asombraba que al otro lado de aquel murote de piedra, cuando yo jugaba en la cocina, estuviera nada menos que el Huertón, y me lo imaginaba... los azulejos, el prao, las arañitas y los bichos, la maleza crecida como un bosque -era de alta como los árboles, sigue ahí-. A centímetros. Pero nunca me metí en la espesura, y hacía dos tercios casi del solar; le tenía un poco de miedo. Me contentaba siempre con pequeñas aproximaciones en la jungla, unos pasos, detenidos en seco por la voz de mi abuela o la de Madre. O llegaba yo sola -el día que no me vigilaban- al mismo punto, siempre el mismo, y, entonces, cuando no aguantaba más de miedo, el calorcito ése en la barriga, de nervios, echaba a correr de vuelta, a brincos, por la emoción y por si algo me agarraba por la espalda.
Ese día reuní el valor, no sé por qué. Apareció la idea, sin más; ni lo había planeado ni nada. Y esta vez sí, no sería cobarde, iría hasta el final, hasta la pared de ladrillo, la escondida que me había dicho Nines -la del Cartero-: según Nines, arrancaba de la de piedra de nuestra casa, formando un ángulo recto (no me lo dijo así, claro), derruido pero con buena altura ("como nosotras de alto"), y prolongándose cosa de un metro o metro y medio ("mucho", decía Nines). Era un secreto, el "muro secreto", como me decía al oído y en voz baja, la muy estúpida. Otro día hablo de Nines, que ésa da para un suelto; éramos muy nenas entonces, todavía nos llevábamos bien.
En fin, que llegué fácil al punto de siempre. Había camino
de eso hecho más allá, entre la maleza -ya lo sabía yo, claro-. Me paro unos segundos y, oye, como si me empujaran: sin pensarlo, ya estaba caminando. Estaba desconocida, como si no fuera yo y me mirara de lejos... Las ramitas y cardos se iban metiendo en el sendero y éste, a cada paso, se estrechaba más y más, igual que un túnel. Con el miedo y los roces en la piel, iba rápido, se entiende, aumentando la velocidad. Hasta que llegué al fondo, el corazón latiendo como un tambor, al muro de piedra y, sí, donde decía Nines, al muro de ladrillo, el calvero.
No sé lo que me pasó; no eran imaginaciones. Me quedé allí plantada, pero plantada de verdad, que no podía moverme, ni avanzar ni retroceder, aturdida. El tambor golpeaba las sienes: bom, bom. Miraba las piedras como si no hubiera otra cosa en el mundo, renegridas por algún fuego, la mancha oscura saliendo del muro de mi casa y extendiéndose al de ladrillo rojo y gastado, como una pasta muy sucia. Aquella mancha. Bom, bom. No podía dejar de mirarla; era espesa, como de alquitrán. Bom. Oí la voz de la abuela a lo lejos, llamándome. No podía reaccionar. Era toda mirada, sólo eso, ojos; me costaba hasta la respiración. Lo único que pude hacer, y con mucho esfuerzo, fue abrir la mano del ramito, que las flores se cayeran al suelo de ladrillo pisao y trizao. Me acuerdo que ahí sentí una pena muy grande, una cosa... como si dieran en un pozo, las flores. "
Rosinaaa, Rosa..." y, entre dientes, "¿pero dónde se metió esta cría?". La voz se acercaba. Oía las ramas también, y cómo iba pisando, los ruidos. Hasta que el delantal se puso a mi lado -tardó bastante-: "¿qué haces aquí tú sola?... ¡y sin contestar cuando te llamo! La de veces que te diría que no, que en esta parte no, ni acercarse, pero tú nada, cabezona, venga a ir a la maleza. ¡Ya pensé que te había perdido y todo!" y "Nos vamos, eh, que no tengo ganas de jugar..." Yo seguía atrapada por la mancha del fuego antiguo, aturdida -me gusta esa palabra: aturdida-; aturdida es como estaba, que no podía ni hablar ni moverme, jadeaba nada más, del cansancio supongo, no sé. Extendí el brazo, le señalé la mancha a la abuela y la miré, como si le preguntara. Ella sonrió. "Pero qué me dices, Rosina, ¿que estás así, toda asustada, por eso? Un fuego, es un fuego de hace mucho, de años ¿nunca viste un fuego? ¡Menuda cosa, mujer!" y, más suave, "Si es que no tenías que haberte metido aquí, justo aquí tú sola no. Con lo pequeña que eres. ¿Por qué crees que te lo digo, eh? Hala, venga, bastó ya, vámonos..." Pero la vi, vi la tensión en su sonrisa. Le respondí con un tono muy sereno, nada infantil, la voz ésa grave que ni yo me conocía entonces -pude oírme hablar: hablaba y me oía, hablaba y me oía-, y con autoridad, ¿sabes?, una autoridad que la espantó, vaya si la espantó -lo vi en sus ojos, la estaba mirando fijamente, la atravesaba-:
-- "A mí no me mientas".