viernes, 19 de octubre de 2012

Goldsboro, NC, 16 de Noviembre del 89


Cuando se lo conté, se dejó caer hacia atrás, la espalda suya -tan recta- contra el frigorífico, como para no derrumbarse, y soltó un bufido desganado y ruidoso, de los que ves salpicar al trasluz. Llevaba la bata de seda roja que le había regalado en el 85, por nuestro aniversario de boda, y nada más que la ropa interior. Nunca se abrochaba del todo -siempre se lo decía-, ni cuando llegaba Phil, el hijo pajillero de Margot... En fin.
--"Y qué más te dará a ti si me mira, ¿tienes miedo de que me lo tire o algo por el estilo? Por el amor de Dios, Bill, tengo 43 años, ese crío 15 ó 16 y tú y yo llevamos casados 21, Bill, 21... Que me mira, que me mira... ¿Me miras tú, acaso? Al menos él ve una mujer..."
Decía todo esto sin el menor énfasis y seguía con sus cosas. Decía "por el amor de Dios". Algunas mujeres del Sur aún lo dicen.

Me pareció muy delgada allí de pie, como de otro planeta. Los pómulos y las ojeras se le marcaban por la mañana, al levantarse. Se sopló el flequillo y miró a un lado, en dirección a los pequeños, borrándome del mapa, a mí y a lo que le había dicho. Estaba rota, podía oírla crujir. "Mamá, ¿llegamos tarde, mamá?" y la televisión demasiado alta, los dibujos animados y las peleas, las cucharas tintineando, el plástico arrugado del envase del cereal, las patas de las sillas... La pequeña pasó entre nosotros como una bala hacia el fregadero, azotada, derramando algo por el camino. Dejó allí el bol del desayuno y regresó con sus hermanos muy despacio, esperando el reproche, feliz tras pasar indemne -segunda vez- la línea imaginaria de Pa y Ma.
Siguió un buen rato evitándome la mirada, los brazos finos y nerviosos en cruz, hermosa, más hermosa que nunca, de pie junto al frigorífico viejo, con el sol entrando por la ventana como si no fuera 16 de noviembre y las pegatinas gastadas y los imanes de colores y la imitación en madera de la puerta envolvieran una madona del siglo XV. La deseé con fuerza -aún la deseaba así, en ocasiones-. Cómo no iba a desearla aquel niñato, cualquier crío de 16 en aquellos barrios podridos, cualquier hombre sobre la tierra, si era hermosa como una aparición, joder, e igual de improbable, y perfecta, y aún era mía. Aún.
Cuando giró la cabeza, sus ojos grises barrieron en un plano muy largo el suelo de la cocina (¿conocéis esas películas en blanco y negro?), hasta detenerse en mis pies. Me quemaba la piel de la cara. Me ardía. Tardó en levantarlos, poco a poco, recorriéndome como si yo le fuera vagamente familiar y nada más. Los dejó temblando sobre los míos -tres toneladas-:
--- "¿Y qué hacemos ahora, Bill? Dime, ¿qué vamos a hacer?"  

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domingo, 30 de septiembre de 2012

Teresa, Gradefes


                                                 
                                                                                     Para los viajeros Clase C (Septiembre del 2012)


                                                                                 I

Cuando abrieron la tumba de Teresa Petri, en 1959, encontraron la misma redecilla, los mismos bordados en oro y los mismos chapines en cuero que alguien había esculpido sobre ella, en la tapa sepulcral, 800 años antes.

Teresa, Gradefes. La señora de García Petri no sólo consiguió la cesión de tierras de Alfonso VII, sumando las de su ya entonces difunto marido y las propias, sino que iniciaba la fábrica del cenobio con una iglesia de rara belleza femenina y equilibrio entre épocas -sin continuidad en las humildes ampliaciones del XVII-. Fundaba, en realidad, uno de los primeros monasterios femeninos del Císter -tributario del navarro de Tulebras y precedente claro de lo que Alfonso VIII centralizará en Las Huelgas, Reina Leonor mediante-, y en él, en Santa María de Gradefes, ejercería como primera abadesa, de 1168 a 1187. La comunidad sigue vigente, con la misma regla y en el mismo lugar. 800 años después.


                                                                              II

Se cree que fue Teresa Petri quien mandó traer el cuerpo de su esposo García, enterrado originalmente en Sahagún (una mujer del XII con el poder de quebrar la última voluntad de su marido). Se cree que el mausoleo que miras ahora, en la nave lateral, es el de ambos.

Has entrado por la nueva portada y te ha sorprendido la luz de septiembre, su distribución suave y uniforme por todo el altar mayor, los sillares bien labrados, la armonía del conjunto, los 7 arcos -Jerusalén Celeste- envolviendo una sencilla imagen mariana, el alzado grácil pese a las nervaduras y pilares gruesos o la enorme girola (que te recuerda Moreruela). A simple vista, la iglesia parece seguir las austeras indicaciones de Bernardo: el zigzag de la portada, la geometría y lo vegetal en los capiteles, la sencillez de líneas, el poco ornato, el recogimiento y armonía de un plan central, como quería el Císter para todos sus monasterios, sin ocasión para distracciones… Pero Gradefes era, ante todo, Teresa Petri. Un paseo cuidadoso comienza a revelar figuras del románico más popular y cercano (santos, dragones, aluches leoneses…). Los ves en los canecillos de ábsides, claves y gran parte de los capiteles, con toda su potencia significativa, aquí, en esta cuña peninsular de un Císter en plena expansión, en el XII, tan cerca -en tiempo y espacio- de la sombra austera e iconoclasta de Claraval.
Bernardo siempre condenó estos “excesos” figurativos, opuesto al espíritu de Cluny. El santo era la viga maestra de la Orden (mucho más que los fundadores Robert de Molesmes y Alberico o su contemporáneo y abad Esteban Harding, con el que siempre mantuvo una relación fría, por diferencias de temperamento y enfoque). Más aún, Bernardo era la figura que atravesaba y arbitraba cada contradicción, cada nudo de fuerzas y conflicto del XII europeo (un siglo que contenía la semilla de muchos otros siglos). Gradefes, el monasterio, era suyo en gran medida, otro cenobio entre los cientos que aparecerán con su sello personal en la era de plenitud de la Orden (siglos XII y XIII), tan suyo... como de Teresa Petri.



 En Gradefes, el criterio de Teresa parece imponerse -suavemente, con sutileza- al del gran Bernardo de Claraval, nada menos. Teresa permite a los artesanos locales (muchos trabajarán en Sandoval, conocemos las marcas) su arte cotidiano, la iconografía románica, aunque sea dentro de un plan general y fábrica ya netamente cistercienses, protogóticos. Sonríes al pasear el deambulatorio y ver las licencias figurativas en los capiteles -amables, discretas, en lugares recogidos-, y más aún en un templo de ese rigor. No es por localismo rural -los monasterios de aquel Císter solían serlo: localistas y rurales-, no es por la lejanía del centro en cualquier esquema difusionista -estamos relativamente cerca de la Borgoña y en pleno siglo XII-: es la voluntad firme, la dulzura de Teresa Petri.


                                                                            III

Vuelves al sepulcro, escuchando tus pasos. Ves a los dos esposos yacentes, los pliegues de los ropajes sueltos, las manos sujetándolos, los alfamares cediendo suavemente bajo las cabezas… la misma impresión viva y femenina que la que aún sostiene todo en Gradefes y lo sostuvo por siglos -ese equilibrio grácil, liviano pese a las enormes cargas soportadas-.
Obsérvalos bien a los dos, detenidos en la ficción de un presente continuo, fijados en la piedra. Juntos. No encontrarás heráldica en ningún lugar, ni inscripciones, los atributos no son realmente los de una viuda y su esposo, y el mismo tumbo del XVI dice que Teresa Petri, abadesa y fundadora, el vértice de todo, no está enterrada allí, sino en la sala capitular, como era costumbre. ¿Quiénes eran entonces los exhumados en 1959?, ¿podían ser -son- Teresa y García Petri?, ¿se equivocan las fuentes documentales o se equivoca la tradición (que, con bastante lógica, los hace reposar en este mausoleo tan señalado, exento)?
Míralos ahora a ambos, sin nombre seguro: sólo una imagen que se corresponde con otra más desvaída, más castigada, la de los verdaderos cuerpos sepultos, sus ropas, sus signos, justo debajo de su escultura y por 800 años. Signos gemelos en piedra de un hombre y una mujer, nada más, inciertos, sin mayor atribución. Como el propio Monasterio de Gradefes respecto a su abadesa, Teresa Petri, sea quien haya sido.



Ves al hombre y la mujer. Te ves mirarlos dentro de la arquitectura del siglo XII.

El escarpín de ella era de cordobán, pala apuntada, la suela alta, sin talón, pequeño y delicado, ligeramente oriental. Conservaba los colores en cada motivo, los remates maestros, la estructura.

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miércoles, 4 de julio de 2012

Oh, well



Perdí la visión hace tiempo. Nunca la recuperé y sé lo que digo: estoy muerta. Me llené de vuestras cosas y ya no hubo más espacio. Fue una tontería. Dejé de encontrar mi nombre en la piedra y en las materias bastas, o en la piel, en los encuentros. Nada resonó ya.

Puedes jugar ahora, juega, no será nada serio: otra de tus excursiones frívolas, de tus medias verdades... No está en los libros, en ninguno de ellos; ningún amigo tuyo sabe ni media palabra. ¿Crees que alguien te lo va a decir, como si fuera un chisme, que se puede mercadear con ello? ¡Ni siquiera sabes de lo que estoy hablando!. Eres incapaz de verlo, tú no vienes de allí...

Ni una sola vez me reconociste. Yo, en cambio, me deshacía por estar contigo, perdiéndome en cada una de esas calles, póstuma, extranjera incluso para mí, sin un reproche, sólo buscándote y deshaciéndome, muriéndome sin la menor respuesta...
El ruido me aturdía, las conversaciones, la agresión en cada gesto y cada palabra, la falta de pureza en todo... y sonreía nada más, porque no puedo haceros daño, no estaba allí para eso, nunca lo estuve... Sólo sonreía. Sonreía y me gastaba, me iba dejando por el camino. ¿Pensabas aquello de verdad cuando me lo dijiste?, ¿sabías que ya no habría refugio para mí?, ¿me sacrificaste para tenerme a mano, disminuida?, ¿calculaste eso también? Se fue el calor y me dejasteis vivir entre vosotros... Qué absurdo. Qué malentendido.


Mírame ahora, acércate... ¿ves quién era yo, lo ves ahora?

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sábado, 9 de junio de 2012

Blade Runner Blues


"Lo mío con D. resistió un par de años.
Se lo debía todo a él, las posibilidades abiertas, seguir con vida... alargó lo nuestro, esa alianza, haber partido de la misma destrucción, aunque D. evitó siempre explotarlo -me quería- y yo me dejaba crecer mientras, anudándome por dentro; los mimbres eran fuertes, no había nada malo en mí, nada, y D. tenía que darse cuenta, ver el proceso, cómo nos situaba en trayectorias que divergían cada vez más, cómo aparecía una nueva Rachel, la de verdad, lo mezquino -e inútil- que sería detenerlo...
[Silencio]
Esa, esa continuidad que nos imponemos para vivir, ¿sabes?... existe, sí, no es una ficción -no del todo, quiero decir- pero nos separa. Tenemos varios ritmos y varias vidas dentro. ¿Quién predice las armonías?, ¿cuándo puedes decir que se han acabado, que ya no más? Para el amor, sería mucho más fácil morir y renacer, morir y renacer, mil veces... sí, mucho más sencillo" [sonríe].

[Sale de la habitación, regresa con dos tazas en la mano, te da una]
"Hay quien lucha por mejorar al otro, ¿sabes?... Es una forma dulce de empezarlo, de decirte -y decirle- "no me gustas, no del todo", una crueldad, tierna todavía, inconsciente. Pero qué daño hacemos [sonríe], no lo podemos evitar, supongo [se acomoda en el sillón]. Nos relacionamos así... "Yo sí te veo, nadie más, ni tú mismo", aunque no le digas esto a ningún hombre, claro [sonríe], pero cuando lo piensas... ya está. Cederás, te rebajarás, y lo mismo hará él, si merece la pena, si cree. Y tendréis un híbrido de los dos que no es de nadie -ni tuyo, ni suyo, ni de la suma-, con su lógica egoísta y necesaria y sus inercias, un híbrido que viva en lugares estrechos, bajos, muy bajos...
Es a mí a quien suele oprimir ese techo a media altura, ¿sabes?, soy yo la que vive forzada, encogida, ladeando la cabeza como Alicia en aquel libro, mientras ellos se acomodan y ya no empujan en ninguna dirección, las paredes comprimiéndose y tú aguantando, sólo tú, creciendo en una habitación más y más reducida, protegiéndole... ¿Por qué siempre es así?, ¿será que no sé querer, que no encuentro la manera, en el fondo?..." [ríe]

                                                         "Rachel. No llevo mucho tiempo aquí, no.

"Con D.: escapamos de la ciudad. Surcamos el verde -nunca había visto un espacio así de abstracto y cálido, mi casa, ni en los implantes de memoria de la Tyrell Corporation-, huyendo para siempre de algo o alguien, ¿sabes?, esa condena. No había perseguidor, nunca lo hubo -nos olvidaron, era lo más lógico-, pero corres y corres y sientes el vértigo del mundo nuevo y las leyes por descubrir, compartidas, de los dos, cuando en realidad no sabes nada, ni de ti, ni de él, ni del tiempo o la erosión, ni de la rebaja de los factores... Yo, al menos, no lo sabía. Muerta, sin pasado, me aferraba a lo vital, a las coordenadas esenciales, estrictamente. Me sentía frágil como un bebé, lo era. Sobrevivía en lo sencillo con una intensidad firme, emocionada, y él, sólo él era mi eje. Pero mi renacimiento fue tan distinto, tan completo... Mis heridas eran mucho más jóvenes que las suyas. Mis heridas."

                                                         "Dejé de huir mucho antes que D. [sonríe]". 

"Invertimos los papeles muy pronto y se acabó. Sólo eso. Pero le curé. Nunca fui egoísta: le curé, se acabó todo y después nací yo, a  mi ritmo."




                                                                                                    -- "¿Le gusta nuestro búho?"
                                                                                                    -- "¿Es artificial?"
                                                                                                    -- "Naturalmente"

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jueves, 5 de abril de 2012

Los comienzos son tiempos delicados



"... No es una fotografía de la realidad: es una fotografía de una fotografía de la realidad" (Stanley Kubrick)

I

En cuanto escampó la tormenta:
-- "Tenía que arreglar aquello. ¿Vienes al Huertón, Rosina?, ¿vamos las dos?, ¿sí? Pues ponte las botas, corre..."
Llevaba toda la tarde encerrada por la lluvia: no hacía falta que me lo preguntaran dos veces. Los tirabuzones en la boca, escalera arriba; las botas de goma rojas, brillantes; el claqueo de los escalones de madera, bajando atropellada.
-- "¿Ya estás? Qué rapidez, si fuera siempre así... Hala, pues vamos."
Agarré la mano nudosa de la abuela y salimos de la casa. El sol asomaba con fuerza entre el cielo añíl. El delantal de ella con el estampado fundido, mal cerrado, se me metía en la cara, pero qué me iba a importar, todo lo contrario: íbamos al Huertón.

El Huertón era un solar que estaba justo detrás de la casa. Como terreno, de lado hacía casi el doble que el que nosotros teníamos, y eso que el nuestro era de los más-que-medianos (entre casa, cuadra, panera, etc). En otros tiempos, debió de haber alguna construcción, una casa, un almacén, algo, por los azulejos que afloraban aquí y allí, digo, en medio del prado. Yo les ponía caracoles sobre la superficie lisa, para que soltasen el rastro brillante, que "hicieran dibujos" como les susurraba, y ese día era de tormenta, además, habría montones...
La abuela iba cada poco. Le gustaba el Huertón -se estaba bien, tranquila- y además le sacaba beneficio a un rincón que había plantado, pequeñísimo: cuatro lechugas, patata, alguna berza, lo normal. El nombre del "Huertón" se lo puso ella, por lo que me dijo Madre, así con sorna, y acabó por nombrar a toda la finca, al menos en familia, entre nosotros. Si mi abuela tenía o no los derechos de propiedad, eso no lo sé, tampoco es que me preocupara; a los cinco años, estas cosas son bien fáciles, ni papeles ni nada: el solar estaba "abandonado", era enorme y allí plantaba mi abuela... ergo era de mi abuela. Nadie se quejó nunca y en los pueblos ya se sabe, así que...
-- "Hala, juega un poquitín a tu aire, Rosina, ¿qué vas a hacer aquí conmigo, si voy a tardar?"

Había muchos caracoles. El sol reflejaba los rastros secos, sí. Eran fosforescentes. Hasta el blanco del azulejo dolía a la vista.

Hice un ramo con margaritas. Las cogí con cuidado (no más de cinco o seis, porque las quería sueltas, vistosas) y se las llevé a la abuela; le pedí el ramo, el ramo, el ramo: paró la faena -sudaba-, las manos gruesas se quitaron la tierra -negra como la borra del café- y con un tallito anudaron el haz, trabajosamente. Prometí cuidarlo, llevárselo tal cual a Madre.

II

El Huertón compartía pared lindera con nuestra casa. Me asombraba que al otro lado de aquel murote de piedra, cuando yo jugaba en la cocina, estuviera nada menos que el Huertón, y me lo imaginaba... los azulejos, el prao, las arañitas y los bichos, la maleza crecida como un bosque -era de alta como los árboles, sigue ahí-. A centímetros. Pero nunca me metí en la espesura, y hacía dos tercios casi del solar; le tenía un poco de miedo. Me contentaba siempre con pequeñas aproximaciones en la jungla, unos pasos, detenidos en seco por la voz de mi abuela o la de Madre. O llegaba yo sola -el día que no me vigilaban- al mismo punto, siempre el mismo, y, entonces, cuando no aguantaba más de miedo, el calorcito ése en la barriga, de nervios, echaba a correr de vuelta, a brincos, por la emoción y por si algo me agarraba por la espalda.
Ese día reuní el valor, no sé por qué. Apareció la idea, sin más; ni lo había planeado ni nada. Y esta vez sí, no sería cobarde, iría hasta el final, hasta la pared de ladrillo, la escondida que me había dicho Nines -la del Cartero-: según Nines, arrancaba de la de piedra de nuestra casa, formando un ángulo recto (no me lo dijo así, claro), derruido pero con buena altura ("como nosotras de alto"), y prolongándose cosa de un metro o metro y medio ("mucho", decía Nines). Era un secreto, el "muro secreto", como me decía al oído y en voz baja, la muy estúpida. Otro día hablo de Nines, que ésa da para un suelto; éramos muy nenas entonces, todavía nos llevábamos bien.
En fin, que llegué fácil al punto de siempre. Había camino
de eso hecho más allá, entre la maleza -ya lo sabía yo, claro-. Me paro unos segundos y, oye, como si me empujaran: sin pensarlo, ya estaba caminando. Estaba desconocida, como si no fuera yo y me mirara de lejos... Las ramitas y cardos se iban metiendo en el sendero y éste, a cada paso, se estrechaba más y más, igual que un túnel. Con el miedo y los roces en la piel, iba rápido, se entiende, aumentando la velocidad. Hasta que llegué al fondo, el corazón latiendo como un tambor, al muro de piedra y, sí, donde decía Nines, al muro de ladrillo, el calvero.
No sé lo que me pasó; no eran imaginaciones. Me quedé allí plantada, pero plantada de verdad, que no podía moverme, ni avanzar ni retroceder, aturdida. El tambor golpeaba las sienes: bom, bom. Miraba las piedras como si no hubiera otra cosa en el mundo, renegridas por algún fuego, la mancha oscura saliendo del muro de mi casa y extendiéndose al de ladrillo rojo y gastado, como una pasta muy sucia. Aquella mancha. Bom, bom. No podía dejar de mirarla; era espesa, como de alquitrán. Bom. Oí la voz de la abuela a lo lejos, llamándome. No podía reaccionar. Era toda mirada, sólo eso, ojos; me costaba hasta la respiración. Lo único que pude hacer, y con mucho esfuerzo, fue abrir la mano del ramito, que las flores se cayeran al suelo de ladrillo pisao y trizao. Me acuerdo que ahí sentí una pena muy grande, una cosa... como si dieran en un pozo, las flores. "
Rosinaaa, Rosa..." y, entre dientes, "¿pero dónde se metió esta cría?". La voz se acercaba. Oía las ramas también, y cómo iba pisando, los ruidos. Hasta que el delantal se puso a mi lado -tardó bastante-: "¿qué haces aquí tú sola?... ¡y sin contestar cuando te llamo! La de veces que te diría que no, que en esta parte no, ni acercarse, pero tú nada, cabezona, venga a ir a la maleza. ¡Ya pensé que te había perdido y todo!" y "Nos vamos, eh, que no tengo ganas de jugar..." Yo seguía atrapada por la mancha del fuego antiguo, aturdida -me gusta esa palabra: aturdida-; aturdida es como estaba, que no podía ni hablar ni moverme, jadeaba nada más, del cansancio supongo, no sé. Extendí el brazo, le señalé la mancha a la abuela y la miré, como si le preguntara. Ella sonrió. "Pero qué me dices, Rosina, ¿que estás así, toda asustada, por eso? Un fuego, es un fuego de hace mucho, de años ¿nunca viste un fuego? ¡Menuda cosa, mujer!" y, más suave, "Si es que no tenías que haberte metido aquí, justo aquí tú sola no. Con lo pequeña que eres. ¿Por qué crees que te lo digo, eh? Hala, venga, bastó ya, vámonos..." Pero la vi, vi la tensión en su sonrisa. Le respondí con un tono muy sereno, nada infantil, la voz ésa grave que ni yo me conocía entonces -pude oírme hablar: hablaba y me oía, hablaba y me oía-, y con autoridad, ¿sabes?, una autoridad que la espantó, vaya si la espantó -lo vi en sus ojos, la estaba mirando fijamente, la atravesaba-:
-- "A mí no me mientas".


sábado, 17 de marzo de 2012

En el Pabellón





(Sentados en dos sillas de mimbre, amplias, en el jardín frente al Pabellón, con vistas a la cordillera y el valle, ambos muy abrigados y con sombrero, bajo una manta gruesa).

--- ¿Sabe qué es lo peor? Que nos ha llegado tarde.
--- ¿Tarde?
--- Sí, tarde. Hay un tiempo para todo, incluso para esto. Si hubiera sido en la veintena...
--- ... ¡La veintena! (ríe)
--- (Riendo) Sí, sí, la veintena. Mejor es que no llegue, claro, pero si llega -que siempre llega-... En el momento oportuno, no sé si me entiende. Viene la enfermedad y hay que pararse un poco, darse tiempo. Y tener la convicción de que ese tiempo le sirve a uno, que se le pone a su servicio, como si dijéramos...
--- Me toma usted el pelo.
--- En absoluto. Recuérdese a los veinte años, haga el experimento. Tiene usted veinte años ahora mismo, sí, no se ría, ya ve qué suerte, tiene usted veinte años y se encuentra en esta situación nuestra de ahora, aquí sentado en el Pabellón: hágame caso, con veinte años no tendría más que corregir su posición en el tiempo, frenar algo la marcha, nada más. Las cosas del mundo se le ofrecerían y podría aprovecharlas; sólo con no abalanzarse hacia ellas, que es lo natural a esa edad... Habría algún ajuste, los inicios ya se sabe, hasta acostumbrarse... pero la experiencia le aprovecharía, no tenga duda. Más que una convalecencia, sería una oportunidad. Y usted, tan joven como para creer en lo sagrado de la causa...
--- ... La sagrada causa de uno mismo. Se pone usted algo espeso, si me lo permite.
--- (Riendo) Sí, la causa de uno mismo, justamente.
--- Y, según usted, mein Herr, bastaría con creer en algo tan absurdo, contando a favor ese tiempecito por delante y el egoísmo o la inocencia de la edad. Algo habría, un crecimiento, una maduracioncilla...
--- Sin duda. Chocante, pero así es: el joven cree en sí mismo porque es el centro de su mundo y, al creerlo, así dispone el mundo que le rodea, en cierto modo. Creer es crear. Como en uno de esos cuentos orientales que tanto le gustan, Hermann. Paradoja, malentendido, llámelo usted como quiera. La vida tiene estas cosas. La verdad es que me parece oírle hablar con mi voz, suena muy suyo...
--- Incluso en el dolor...
--- Incluso en el dolor... ¡y por su causa!. Lo sabe usted bien: el dolor le vuelve a uno hacia sí... y este dolor crónico más todavía. No hay escapatoria. Al veinteañero le trae tiempo, tiempo para dedicarse y mucho más: el mismo movimiento que en la salud, con el eje de siempre, es decir, él mismo, pero con la novedad de que las cosas del mundo se le vierten ahora dentro, ellas solas. Un hombre joven aprovechará ese tiempo, es casi una ley, Hermann. Para nosotros, en cambio... el cuerpo y sólo el cuerpo es el que nos grita y (señalando el paisaje) ni una vista como ésta te arranca de lo que eres, un pobre hombre que no tiene nada de "sagrado" y bajo una manta, en el sufrimiento.

Breve silencio, los hombres se quedan pensativos.

--- (Tono más bajo, casi susurrado, tranquilo) ¿Sabe? No le digo que no, mein Herr... A nuestra edad hace ya mucho que nos olvidamos de nosotros mismos, que nos dedicamos a los otros -y entre "los otros" yo incluiría al propio personaje de uno, que conste-... a cuidar hijitos, productos, esposa, librillos, ideítas, paisajes, yo qué sé... Ni nos dimos cuenta, tras los años egoístas -que también son necesarios, supongo-. Podría ser "natural" y lo que usted quiera, pero hay más, confesémoslo: estuvimos cómodos, eso era lo peor, nos acostumbramos a perdernos de vista y llevamos media vida en ello. No, no se alarme, no voy a salir con mis filosofías de la India. Ni con misticismos. Quiero decir que el malentendido a los veinte era permanecer ahí, en el centro de todo, pero que a nuestra edad quizá sea no estar ya en ninguna parte, no vernos siquiera. (Se incorpora y gira hacia su interlocutor, la manta se le desliza del pecho sin que haga ademán de recogerla) Seamos sinceros, mein Herr: cuando el dolor nos trajo de vuelta, cuando nos puso delante del espejo y sin los refugios de vivir en otros, en el personaje que nos hicimos para ellos, en las palabras, viajes, ideas, músicas... entonces ya no había nada, nadie. Y lo sabemos además, sabemos que no nos traerá ningún fruto, que el dolor vendrá, se irá y no dejará nada, si acaso el miedo a oírlo otra vez llamando a la puerta... y el miedo a tener que abrir será por lo de siempre -somos humanos-, pero también porque el sufrimiento ya no nos enseñará nada ni tendremos los veinte: la visita del dolor será inútil y andará el mundo tan helado como las montañitas de allá arriba (señala con el dedo)... ¿Y lo que sacamos en este tiempo, en el Pabellón, además de la charla? Como mucho, mein Herr, que nos devuelvan más viejos y más lejanos de todo, más irónicos respecto a la abundancia de la vida y el caos y el ruido y la multiplicación, que es en verdad "lo natural", como usted dice. Pero sí, podremos volver a casa, olvidarnos de nuevo, como siempre, cuidar a otros por devoción -y porque ya no somos otra cosa- pero, sobre todo, les esconderemos y nos esconderemos las sombras, la propia muy especialmente... para que siga la danza. No somos jóvenes, no.
--- (Escuchándole, su amigo se ha girado hacia él; deja unos segundos de silencio, como sopesando lo que acaba de escuchar, antes de preguntar mirando a los ojos, inquisitivo) ¿Cuántos años le llevo, Hermann?
--- Sólo dos, mein Herr...

No hay respuesta, pese a la expectación. Los dos se recuestan en sus sillas de mimbre y miran al horizonte. Silencio prolongado.
--- (Como si hubiera caído en algo de repente) ¿Puedo preguntarle otra cosa, Hermann?
--- (Muy rápido en la respuesta, con cierto sobresalto) Por supuesto, mein Herr.
--- Siempre me lo he preguntado, lo hablaba con mi mujer el otro día... no sé si le molestará, es una pregunta que tenía que hacerle, espero que no le ofenda... En fin, se hará cargo. Es una duda pequeña, aunque le doy vueltas y más vueltas desde que le conocí a usted en... ¿1910?: (su amigo asiente; cinco segundos más tarde, como si no se atreviera a formularle la pregunta...) dígame, Hermann, ¿por qué ustedes los suabos abusan tanto del diminutivo?



martes, 6 de marzo de 2012

Plástico (Barrio de Pumarín, 1982)


Las manos del niño disponen las piezas sobre el marco de la ventana. Pequeños ladrillos de plástico que se ordenan en hileras, sobre la madera amarilla. Los círculos de encaje, sobresaliendo en la parte de arriba de cada uno de ellos, son ahora botones, forman líneas multicolor, un cuadro de mandos. Las manos del niño activan la combinación precisa. El tren sale y la realidad al otro lado es dinámica: el tránsito incansable de los peatones, algunos reconocidos, la mayoría simples extraños, empequeñecidos desde la visión de un primero en la calle Eugenio Tamayo, con el Naranco al final de la vía.
Una montaña frente al cristal de tu casa es un ser vivo cuando se tienen cinco años. Cambia más que la sucesión de señoras con bolsas de tela o los clientes -ropa de la década anterior, barba de tres días- en el bar con el cartel del Águila Negra: tiene una piel, la gama de colores varía en su falda y mucho más allá de lo estacional, hora a hora. Las nubes se le rompen en jirones, a media altura; los coches minúsculos lo surcan como parásitos; la nieve se le posa a veces y anuncia otro viaje, más real, con los padres y en un 600 rojo. Es también una especie de hito: aprendiste a leer el tiempo, a predecirlo, por la relación de señales sutiles que mantenía con el Naranco, una habilidad imprescindible para conducir este tipo de trenes, aunque no sepas por qué.

El viaje perfecto: ese cambio discrecional y lento sobre los raíles, con los elementos que permanecen, los más, fijando un paisaje, repitiéndolo sin fin, anexionado sentimentalmente, ladrillo de plástico a ladrillo de plástico, y dispuesto con tenacidad y por colores sobre el marco de una ventana, en el orden secreto de tu visión infantil.
El maquinista tiene cinco años, activa la combinación precisa y es el centro de un círculo, la punta del compás: el movimiento del tren no es una línea, gira en torno suyo.
-- "¡Recógeme esas piezas pero ahora mismo!".

Echarás de menos la montaña.


sábado, 18 de febrero de 2012

Carretera los Barrios, xunu del 93


Hai momentos asina. Nun tienen daqué especial, pero dexen ver la cadarma, la blima, el cartón del moñecu que tas siendo nel mundu, como si l'espeyu devolviera un reflexín inesperáu, cásique axeitáu, si eso ye posible. Surden averaos a la identidá, tieslo comprobao, nesi centru inestable metanes l'airón, y dicir que rellumen sedría un bilordiu con PVP. En tou casu, si rellumen, rellumen pa otros, enxamás pa uno mesmo.
Vamos dexalo en tresparencia y non siempre de les confesables, amás.

Baxábemos del pueblín y del llar au quedaren les mochiles, una aldea guapa y cuspida nel monte llionés, penriba los milenta metros d'altura. Yéremos tan mozos n'aquel Xunu del 93 (¿o yera'l 92? non, yera'l 93, sí, seguro...) que nin acarretamos botelles dende Xixón, nin botelles nin otres ferramientes de les que son vezu nos ritos iniciáticos. Nun hebo ritos. Pero sí que yera la primer vez que díbemos solos unos díes pa la casuca, tolos collacios, llonxe de families y esames, mazcaritos, tuteles adultes... ya inclusive de les pontes ruines qu'iguamos nesa edá, pa dir tirando, masque tremen y esbarrumben. Taben les nueves armes, val, lo que quieras, pero tamién les nueves fraxilidaes.

El momentu ye nuna curva y nunos segundos determinaos. Pues remembrar la posición de toos, lo que se taba falando (planes pal branu n'otros sitios inaugurales, vivíos por xente que yéremos namás que a medies), los escayos na cuneta, la roca caliza floriando pente los praos contra'l cielu mariellu, la facilidá de la baxada, dexase dir, la inercia polo pindio, tar y nun tar nel mundu (privilexu de mocedá), sabese vértice (de lo que seya, qué más te daba), o l'anarquía de dir pel mediu la carreterina (los nuevos poderes), al debalu, solu a la fin y acompangáu colos collacios que tamién taben y nun taben, cayendo -más que caminando- pa la villa grandona, la villa au díbemos ensayar nueves mentires adultes (a medies tamién, como con too)...
Esos segundos banales, ensin mayor xacíu, quedaron na memoria ensin porosidá denguna, bien intensos. Podríes fixar cada povisa nel aire y cada bachón nel asfaltu, la lluz, los xestos, les voces ayenes de cadún y el lladríu de los mastines na casa de la curva, pasada recién. Tresparente too y nicial, albidrando los teyaos de los nuevos pueblos per venir, nesi branu y nos siguientes. Tábemos mancaos -mancaba too- (y más que taríemos, les firíes sobre piel de verdá, non pelleyuca), pero esos segundos, los del entamu, yeren los del movimientu en comuña, bien paralelu (pol vacíu de cualquier partida, más que nada), el vértigu de tar no más alto de la montaña rusa y yá ensin frenu posible, xusto enantes de la primer baxada.

Cuasi venti años dempués, escribisti un poema falando d'ello: enverde piesllar el momentu, na curva los mastines, fíxose un abismu que calecía. Una y otra vez.



lunes, 13 de febrero de 2012

Un post-it: Cai Lluarca, nº13, 8:20 AM, 13-02-12


Bajas a primera hora y hace bastante frío. Te subes la cremallera de la chaqueta. Ajustas los guantes. Echas a caminar y ves el post-it amarillo en la puerta de cristal del número 13. El aviso está escrito con esmero y pegado por la parte interior, con una letra femenina, redondeada:

LAS PUERTAS
SE
CIERRAN



viernes, 3 de febrero de 2012

Carlos Barral, Calafell 1966 (túmulos, III)


En la foto de Muchnik, Barral está de espaldas a la mar doméstica. Va de marinero oficial, gorra calada, camiseta blanca de algodón, barba ahabiana, descalzo sobre la arena.

Siempre se habla del Barral personaje, identidad más o menos asumida con los años y muy de cara al público, demasiado amada por los interesados para ser completa (él mismo, Yvonne Hortet, etc.), incluso en la falsa ironía y distancia de llegar a matarlo, matarse nada menos, en su novela "Penúltimos Castigos" (1.983). Matar al personaje -el autor- para que viva más y para que la obra permanezca en el tiempo y más allá de él, esa comicidad última. No hay una compleción porque Barral cree que somos ante todo lenguaje y el lenguaje no tiene un cierre. No da ese paso, no tendría mayor sentido: la obra seguiría sin él, sigue.


CALAFELL. En la foto, tomada por el también editor Mario Muchnik en Calafell 1966, el personaje en su ceremonia es el que salta a la vista, el mismo que regía una de las últimas velas latinas del Mediterráneo (su "Capitán Argüello", la réplica del barco del padre) con el desaliño de los pescadores originales, el que recibía a los mayores escritores del planeta (Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa) en su retiro natural, y que alternaba sin corte visible con los lugareños "porque conocía el nombre de los peces, aun de los más raros, y el de los caladeros, y las señas de las lejanas rocas submarinas".


LA FOTOGRAFÍA. A Calafell llegó por accidente homérico su padre, gracias a una galerna que le desvió la ruta. Han pasado más de cuarenta años. Es 1966 y Carlos Barral mantiene aún los ritos heredados (libros, Calafell, navegación, armas del Renacimiento); él mismo es padre ahora: Yvonette, su hija, una chiquilla, salta y pasa a su lado, el pelo revuelto por la velocidad. Ella es el presente, la fuerza, el impulso. Corre hacia el mar, la domus, a punto de saltar ese pequeño bloque de cemento en el que se sienta el padre. No hay intercambio entre ambos, sólo contraposición, porque ese bloque marca una frontera en el tiempo y los dos miran en direcciones opuestas.

BARRAL. Barral, en reposo y meditabundo, prematuramente envejecido a sus 37 ó 38 años, gastado por las luchas, los alcoholes y la visión central de una decadencia (la decadencia como axis mundi, ése es el motor). Barral mirando en línea de fuga a un lado del espectador y del propio fotógrafo, quizás hacia la casa que hoy acoge el Museu Casa Barral, la antigua botiga de pescadors, hacia el pasado reconstruido por su memoria de poeta y mitómano, un Calafell humilde y marinero que ya no existía hacía mucho y que en 1966 deviene urbe "vacacional", uno de los monstruos desarrollistas contra los que luchará en su etapa como político, sin éxito. Saber que se muere un mundo.

YVONNETTE. Yvonette mirando justo en la dirección opuesta, lanzada hacia los futuros y un mar que sí son los de ella, los domésticos. El niño es siempre nativo.


ARENA-AGUA. La arena que pisa Barral, sentado ahí: la materialidad doméstica y mediterránea, el padre perdido al comenzar la Guerra, la infancia de entonces, la sucesión, lo que tiene un peso y una historia.
Al otro lado del bloque de cemento, en la mitad superior de la foto y a su espalda: sólo un telón, el agua confundiéndose en el blanco del horizonte, fondos planos para el juego de veraneantes y bañistas minúsculos, como recortables, es decir, el lugar difuminado y ajeno que espera a Yvonette y hacia el que la niña corre en escorzo, y que ya nunca será el de él, no del todo.


PERSONA. Barral editor, sembrando las culturas contemporáneas de Europa en un erial, mientras el poeta oficia en Calafell agarrado a una mar milenaria, a medias mítica y apócrifa, a la necesidad de lo bello y transmitido y arrebatado por el tiempo en toda su fealdad (la Guerra, la Dictadura, la muerte, la especulación del paisaje, lo zafio). Saber que se muere un mundo. El Barral personaje es juez y parte de su poética, de la narración, como la persona. Ambos debían confundirse con los años, no había otro camino, pero no lo harán del todo, porque siempre hay esa parte que no es cognoscible, que no tiene fin, o esa parte que no le pertenece a uno mismo, ni siquiera inventándose.

Calafell, padre, Mediterráneo, amistad, transmisión, paternidad, velas latinas, étimos, culturas. Barral en su mundo poético como el pie en la arena trufada por los desperdicios de los nuevos veraneantes, la misma sobre la que en otros tiempos los pescadores deslizaban los bous y se hacían a la mar.

La fotografía de Mucknik, el paso del tiempo en dos eles ensambladas y afrontadas en la composición, la de Yvonette y la de Carlos, padre e hija: la fricción siendo el presente, Calafell 1966.




Queda el lenguaje, el gesto poético.
In memoriam.



sábado, 28 de enero de 2012

te gustará el trabajo (túmulos, II)


Se veraneaba en aldeas del norte de León "para secar los pulmones", como decía mi abuela. Yo ya sospechaba entonces que aquello no debía de ser muy científico o que, en todo caso, la operación no sería un éxito total, afortunadamente. El perro era de la casa en la que vendían leche fresca a los asturianos (de la que había que hervir en un cazo, nada más llegar), una señora vaquería. El amo frisaría los 60 y el perro estaba en plena forma, un animal sin raza, emparentado lejanamente con el lebrel pero de los mestizos en generaciones, menos alto, menos rápido, aun manteniendo una agilidad asombrosa, el pelo brillante y como fijado a la piel y una seriedad en el trabajo que se salía de lo normal. "Llindiaba" el ganado (otra vez mi güela) con una inteligencia nerviosa, pero el secreto estaba en la concentración: no parecía el lobo infantil que son en el fondo todos los perros.

"Agustín, hazle lo de la piedra, venga, por favor". Había que insistir varias veces, porque el amo era taciturno hasta en el ocio, pero acababa por ceder, quizá porque las peticiones de los niños, cuando son generales y sostenidas, terminan con cierto rango. Agarraba una buena piedra plana del suelo y, shipp, emitía un pequeño escupitajo sobre la superficie, a la vez que le hacía una marca incisa en la cara opuesta. Le veíamos alejarse con su figura enjuta y aquellos pasos cansinos y oscilantes, los tobillos sueltos, acercándose al montón de cantos rodados al final de la plazuela, en lo más alto del pueblo. Sus manos apartaban entonces piedras de aquella montaña para obras municipales -siempre aplazadas- y, pese al jalear del grupo, dejaban el señuelo con paciencia y sólo cuando la profundidad era la idónea. Enterrarla de nuevo en el montón. "Hace lo mismo en el río... -y subiendo la voz- ¿a que sí, Agustín, a que hace lo mismo en el río?". El amo se sonreía, nunca regalaba las respuestas, aunque fueran monosílabos.
--- "¡Tchka!" -gritaba al volver y sentarse junto a nosotros.
Y el perro corría como azotado, se subía al montón trastabillándose y en varios intentos y comenzaba a escarbar con las patas delanteras, las traseras muy abiertas para mantener el equilibrio, el hocico pegado a los cantos, olfateando con rapidez. Nunca tardaba más de un minuto. Volvía con el morro alzado, corrigiendo la prensión de un canto demasiado grande con mordiscos en nuevos ángulos, girando la cabeza y como si la piedra estuviera muy caliente y le quemara entre aquellos dientes finos.
Se la dejaba al amo justo entre los pies y se le sentaba enfrente, las orejas levantadas, mirándole directamente a los ojos. El estruendo del grupo de niños se cortaba entonces, y sólo por segundos, cuando Agustín examinaba el canto sin emitir señal alguna, inexpresivo. Le daba la vuelta y nos enseñaba la marca.

El segundo verano, Agustín ya se quejaba (nos lo decía su mujer) de que el perro se hacía viejo y "ya no iba a las vacas como antes". Quería matarlo. Había una presión general en favor del animal, veraneantes, vecinos y mujer incluidos: "yo no sé la cantidad de veces que le he dicho que se coja otro, que lo mantenga, que el servicio que le habrá hecho en tantos años..." Era como una letanía en todo el pueblo y una preocupación real entre los críos. Al final, Agustín se trajo dos mastines y regaló una de sus intervenciones lapidarias (por lo escasas y repetida):
-- "Pero no van como antes".

Cuando llegamos el tercer verano, el perro ya no estaba. La mujer de Agustín nos dijo que un día su marido se llevó al animal, "que lo iba a regalar en Navafría", pero que se fueron por el camino contrario, el del río, justo por la plazuela en lo más alto del pueblo (la del montón de cantos), y que Agustín volvió solo, se sentó a cenar y no quiso hablarle una palabra del asunto, que, de hecho, ni volvieron a mentarlo, pero que bueno, que eso era lo normal, lo de siempre, menuda variación. No se llevaban muy bien Agustín y su mujer.
El montón de cantos rodados seguía allí.


jueves, 26 de enero de 2012

Pablo X. Suárez


Pue ser que Pablo X. Suárez, la identidá con esi nome, morriera col so primer poemariu ("Asturiana Beat", 2005), como les patries auténtiques: foren lo que foren, d'elles nun van quedar nin los recuerdos nun mundu-espectáculu, au too ye un rellume del rellume del rellume. El mesmu nome, como'l que s'escuende nuna X, ye puru significante nesti mar de llibres xuegos de mercáu. Nun tien xacíu entrugase per ello siquiera. Da la risa.

El casu ye que, tres d'aquel prematuru poemariu, Pablo X. Suárez, el poeta, yá nun va ser la exa pop y autógrafa del mundu. Abondos escritores maten esa lliteratura inicial del yo, identitaria... pa siguir afondando na identidá como cruz de caminos (el plural equí ye determinante). Nesi sen y bien llueu, "Yoni y yo" (2010) atopaba un alter-suelu nel suelu del paisín, llen de personaxes que, definitivamente, nun yeren Suárez, masque esnalaren al so rodiu o -y tomaren retayos de la so vida como posible unidá semántica (xuegu d'identidaes, el plural caltien el so determín). Demientres, "Pop Retórica", tornando pa la poesía -y del mesmu 2010-, esploraba'l personax ñacío y muertu cincu años antes, como hipótesis referencial, acabante conocer les sos llendes, nuevu significante (descartada la conocencia del significáu) y aborboyando nel escesu pop, la mala hostia y la falta de pereza del francotirador con orbe poética, esi terrorista. "Yoni y yo" fundaba un entornu; "Pop Retórica", una narrativa posible. Escenariu y poética. Patria post X y verbu.

Tres de les -primeres- nueves químiques, vien "El Sistema Débeme una Chocolatina" (2011). Una rareza que paez transicional y nun lo ye no fondero. Anque la escritura del poemariu saliera del 2007-8, nun se va completar hasta'l 2010-11, lo que quier dicir que too n'elli tien un xacíu elexíacu, un nuevu morrer que yá nun ye'l del poeta mozu (tolos poetes muerren en vida, por mozos y pol llinguaxe), sinón el d'una dómina y una mena de tar nel mundu espectacular, fata, la mesma podrén, la opulencia que xuega a la opulencia y que nin ve los sos raigaños na carne del otru. "El Sistema" nun fala d'una crisis o inmaculada transición: fala de la fin d'esi mundu que segregaba y cuspía toles poétiques, incluso les de resistencia. Tolo que nacía yá yera folklore, post-daqué, muerte. Suárez canta aquella fatura con violencia, ensin mayores esperances, pero enllenu d'ascu y conociendo'l fechu biolóxicu del avieyar les dómines, les patries, les poétiques (too menos los gurriones que nun camuden, la sucesión natural). La decadencia ye un tema de los más guapos pa escribir y de los más malos pa vivir, pero la nuesa vida, la d'esa xeneración, siendo una decadencia minutu ente minutu, de toes toes, nun tenía nin el tiempu, la capacidá temporal pal relatu. La dómina opulenta negaba'l tiempu, la Hestoria: ensin percorríu.
Nun conocimos otra cosa (nacíos nel cuartu caberu del XX) qu'esi mundu mísere y carniceru y espectacular. Yéralo tanto, que nun había manera de cantalo, nin siquier colos materiales pop y abondosos colos que mos quixeron construir -nenos grandes- y nun foron quien (somos la primer xeneración trash, esi argayu cultural). Esa conciencia de tar morriendo ensin tiempu, pasando, fai que "El Sistema" abulte elexíacu abondo y puea repunar al non avisáu, pero lo que canta Suárez nun ye'l morrer de naide o nada (suxetu-oxetu), sinón el de la propia poética, la propia capacidá de facer un discursu asina nun mundu que yá taba muertu cuantayá. Los bares, los paisanos con camises de cuadros, telecinco, les chapes, los xuegos de nenos, la redención, les lliberaciones, les sustancies, la mercancía, el branu, los viaxes, los bienes, el discursu, el realmadrid, los conceptos... cualisquier intercambiu nesi país yera l'intercambiu mineral de cartes n'aquella pintura de Cézanne. Quiciabes yá taba muerto too hai ciento d'años, na dómina de Cézanne, pero quiciabes -a efectos poéticos- porque yera la grana del mundu que vieno.
Queda'l tremor embaxo la carcasa de plásticu na que s'abelluga "L'home que tinía...", el nenu deprendiendo les lleis na soledá de "Chapes", el cuspir enriba'l goxu totémicu que xiraba y xiraba en "La Vuestra Llibertá" o "Estructura", los ritos del asesín en "Otru Branu", los cotiellos d'una dómina pente'l ruiu xeneral, cómpliz... El ruiu y la furia y la fraxilidá. Quiciabes seya siempre asina, otru fechu biolóxico, pero la podrén d'esi mundu, el que mos fixo, ye na data de l'escribise de "El Sistema" tan grande, tan escomanada, que Suárez ve la imposibilidá de cantala, de nun ser un productu de só.
La elexía, equí, ye la elexía de la elexía.

Hai una promesa fonda de suelu nel tremor de "El Sistema" y ésa ye la clave elexíaca, non otra (autografía dala). Seya patria (¡?), nome o nuevu ifiernu... dizque tendrá l'altor esactu d'un ser humanu, anque yá nun quepamos nós, Suárez incluyío, viníos del mundu mineral de los xugadores de cartes minerales, apodrecíos nes trampes del espectáculu. Paez que tar taremos y los del pasáu y los del futuru (otra vegada fuera del tiempu, como siempre) van venos como singularidaes, freaks con esi
"aura, pa vosotros escuru, d'estranxería".



miércoles, 25 de enero de 2012

Invierno (estados, I)


La niña dice: "Mamá, estoy cansada de ser humana":

El rocío se escarcha y forma hielo sobre los prados, un manto blanco y mineral. La uña rasca el hielo de una sola brizna. Se desprende.

Un árbol en invierno.

Posas el dorso de la mano sobre la ventanilla, trazas círculos. Las formas del exterior se suceden acuosas. En segundos, el cristal vuelve a estar completamente empañado. La humedad sigue entre los dedos.

El pico de metal traza un arco contra el bloque salino. El hielo y la sal se desprenden. Unas manos dejan el bloque entre la hierba escarchada, para el ganado; las pezuñas se hunden en el barro; el desplazamiento lateral del barro en cada pisada; los copos de nieve fina que caen en las huellas.

Un sol. Las enormes plazas con pavimento de piedra. La herrumbre porosa en las manillas de los relojes municipales.

El tiempo.








domingo, 22 de enero de 2012

literaturas


Un blog se escribe para contar las intimidades.

Lo cierto es que para arañar apenas algo hay que multiplicarse. Probabilidad. Haces casi infinitos de estados e hipótesis traspasan las rendijas en la superficie o rebotan hacia nosotros como en un espejo, devolviéndonos nuestra imagen o parte de ella. Algunos de esos estados o facetas pueden habitar ahora mismo -es decir, en el tiempo de la mirada- otros lugares, próximos o remotos, o incluso no estar en ninguno. Aun creyendo que puedan integrarse, precisarse en su movimiento, naturaleza y posición relativa... aun en esa inocencia, el nuevo todo, su suma, el texto, apenas revelaría una parte ínfima, una conexión incierta y artística -un artificio- entre mundos, más o menos hermoso/a.
Esa "descripción" que establece nuevos órdenes y relaciones, por ordenada y canónica y "exacta" que parezca, devolverá siempre más caos que el orden prometido, de una manera inevitable. Será un ejercicio conmovedor, en el fondo, y jugaremos a jugar, a aceptarlo como posible, a trasplantarlo y valorarlo y etiquetarlo... pero sabiendo ya las reglas del juego, la convención temporal de sus límites en busca de otros límites, su ruido e instrumentalidad, su carácter transitorio, su mero tantear a través de arquitecturas precarias. No hay juegos cerrados.

Flexibilidad. Contra lo que prediquen autoridades de todo tipo (más o menos eclesiales), emisores de ideología (más o menos secular) y algunos críticos literarios mayores de 45 años... lo cierto es que para arañar apenas algo hay que multiplicarse.

Un blog se escribe para contar las

Un blog se escribe para