lunes, 14 de abril de 2014

Las Vías (Barrio de Pumarín, 1982)



¿“Cinturón de hierro”? No existía tal cosa, no para mí. Quizá para nadie entonces, en el 82 (no lo sé, yo tenía cinco años, me ocupaba del urbanismo justo -es decir, el que me tuviera como centro-). Faltaban lustros para la fiebre, aquellas urgencias edilicias por romper “cinturones urbanos” y liberar suelos y más suelos en décadas prodigiosas, de las que acaban mal.
Las vías eran paisaje en el 82, según recuerdo (o me gustaría recordar -lo dejo así-), otro elemento con vocación de inmutable (la mente infantil, propensa al mito), uno más, como el Monte Naranco, los taxis negros con banda roja  o el guardia que ordenaba el tráfico en la glorieta de Tenderina Baxo -caseta incluída-. Más aún, aquellas paralelas trazaban la geografía de mi Pumarín natal (o el centro del mundo) como las fronteras en los mapas. Sin ambigüedades o contradicción. Pura autoridad. Irresistible para un crío en plena heteronomía, claro.
Eso sin olvidar que el tren, su causa primera (y motor nada inmóvil), era un medio de transporte ritual: hacia él te guiaba una mano de adulto -fuera de la rutina y cosquillas en el estómago, pero con seguridad absoluta, palma con palma-, el mismo adulto que festejaba la estación lóbrega -Económicos, El Vasco- donde comprabais un billete de cartón rugoso y neto, una lata de Sprite y, con suerte, Toblerone (la e final bien sonora) y hasta un troquelado de Buffalo Bill. Una ceremonia compartida con adulto, nada menos. No era tan habitual.
Después, en el vagón, el tren se ponía en marcha como un animal tras el sueño, croc, desperezándose, acelerando el paisaje sólo para que vosotros -los pasajeros, nueva comunidad- asistierais desde su barriga, en asientos acolchados y con calefacción de entraña. Los niños celebran los trenes; tienen sus razones.

Volviendo a Pumarín (pero siguiendo con el tren):
-- “¡Ni se te ocurra acercarte a la vía!”.
La voz de tu abuela, recordando el limes norte del imperio: yo jugaba en los prados del ferrocarril (antigua expropiación de las modernizadoras, seguramente), subiendo Eugenio Tamayo… Había caracoles, traviesas podridas, añicos blancos de azulejo.
-- “¡Treeeeeeeeen!” -gritaban en cascada los niños, exageradamente, antes de que el primer adulto lo vislumbrara, sumándose al alboroto-. Y parábamos el juego para ver pasar el convoy, como si las abuelas, madres o tías nos hubieran inoculado algún temor. Muy al contrario, sentíamos respeto nada más, fascinación. Los niños celebran los trenes con sus razones, ya se sabe.

Después, mi abuela se despediría de otras abuelas, tías y madres y me cogería de la mano, como cuando me llevaba al Vasco o Económicos, y juntos bajaríamos al Tocote (frontera noreste) para ver al cuñado Esteban (ex ferroviario, media vida revisando aquellos billetes de cartón: un héroe) y a su hermana Humildad. Ya eran mayores entonces, una pareja de opuestos bien avenidos, conservada en la riña cariñosa y perpetua. Supongo que habrían llegado en los inicios de la barriada, cuando el Tirano decidió construir en pleno “cinturón agrícola” de Uviéu, otro "cinturón" que romper, en minúscula (la mayúscula se reserva para los nuevos), y supongo que nunca la llamaron Grupo José Antonio (Esteban quizá sí, por prurito oficialista: era revisor) sino Tocote, como todos, y que, efectivamente, les habría “tocado” en el sorteo del 51 o el del 54.
 

Treinta años más tarde, cuando uno atravesaba el Tocote, bloques y más bloques gemelos, aún podía percibir su endeblez, las paredes sutiles, la conversación y evacuaciones del vecino, el trasiego posterior e interminable en las cañerías, la mixtura de potes y aceites (ventanas abiertas, sin salida de humos) o la altura escasa para evitar dispendios (del tipo “ascensor” o “sólidos materiales”), esa precariedad sobrevivida por generaciones tras el acto gubernativo y supremo de expropiar y establecer a quien yo te diga y cuando yo te diga, en el extrarradio, en los límites mismos del mundo: una frontera tan subjetiva y arbitraria, en el fondo, como la de un “cinturón” de lo que sea o aquellas mías pumariegas e infantiles del 82. 
Pero lo que te asaltaba a ti, de la mano de tu abuela y a tu metro diez, era el olor acre y cercano de los sótanos del Tocote, entrevistos por aquellos vanos oscuros y sin vidrio, casi al ras de la acera. Cada niño que jugaba en los prados del ferrocarril, Eugenio Tamayo arriba, sentía la misma curiosidad. Todos planeabais colaros en ellos, todos deslizabais las mismas preguntas a tías, madres y abuelas. “Qué va a haber, no hay nada”, os decían riendo, para seguir con el ya menos amable “qué ocurrencias, estos niños”. “Ocurrencias”: stop, no traspasar, un límite, se mire por donde se mire.
Así recordáis el Pumarín del 82, luminoso y soleado -propensión al mito de aquellos niños, del adulto que recuerda-… bañado en luz todo él, excepto en aquellos sótanos, los del Tocote. Sin el menor uso, negros como la pez, llamando vuestra atención infantil -e ignorados por los adultos-, oliendo a rancio y a humedad, invadiendo la calle, agrediendo el paso feliz de la mano de madres, abuelas y tías -muchas muertas, como tu abuela, Humildad o Esteban-.  



Demolieron la Estación del Vasco en 1989. Tardaron tres años.

Hicieron salir el último FEVE de Económicos, en el 99.

Crearon Cinturón Verde S.A. en el 92, un nuevo cinturón para “hacer desaparecer el (…) de Hierro del tren de la ciudad” y lo disolvieron en Abril del 2014, con el familiar “una vez que se han cumplido los objetivos”.



Vi al guardia de La Tenderina por última vez en el verano del 86 u 87 (?).
Dirigía el tráfico, pero ya sin caseta.




Nunca entramos en los sótanos del Tocote.